Bajamos por la escalera del Metro General Anaya como una marea rápida e imprecisa de cabezas y cuerpos varios; nos dispersamos en grupos que buscan el siguiente transporte que lleva, de este lado sur de Calzada de Tlalpan, a las entrañas de la Alcaldía de Coyoacán. Me subo a un microbús que va con casi todos sus asientos ocupados, y me quedo de pie justo al lado de una mujer sentada, que lleva tres bolsas de diferente índole y objetivo, con un vestido ligero, de color rojo, y que me mira con simpatía para decirme:
-¿Gusta sentarse? señalando el asiento vacío del lado del cristal. Valoro rápidamente el ofrecimiento, pero calculo que mis rodillas quedarían castigadas durante no menos de quince minutos de trayecto y le agradezco con la mejor de mis sorprendidas miradas ante su fresco y raro detalle:
-Muchas gracias¡. Pero no creo que quepa ahí. Y ella de inmediato responde con un movimiento fluido hacia el asiento vacío, deslizándose con agilidad y diciendo:
-No estoy tan gordita…aquí cabemos los dos¡
Apenado y genuinamente agradecido por su esfuerzo, me siento del lado vacío que me permitía poner las rodillas en ángulo y le murmuro un tímido gracias que parece confundirla un poco…y yo no quiero eso, porque no quiero que en ella se apague la hoy muy débil consideración, afecto y confiada simpatía que nos despiertan algunos de nuestros compañeros de ruta. Me busco el paquete de chíclets que me sirve como cartera para guardar los boletos del Metro, y le ofrezco uno con la mirada puesta en la esperanza de que ella entienda que le quiero agradecer algo infinitamente más grande, inolvidable y al mismo tiempo simple y perdurable que venir quince minutos sentado en un microbús repleto de almas.
Pienso, con no poca nostalgia, que nuestro pequeño y anónimo encuentro, tal vez, pasó desapercibido para la mayoría.
Me bajé del microbús no sin antes desear para ella un buen viaje.
Julio Cesar Rueda
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