Es muy común que a la terapia lleguemos escindidos, hablando de nosotros como si fuéramos varias partes: decimos que tenemos un cuerpo que engorda o que no obedece; hablamos de una cabeza que nunca para, que no nos deja descansar; expresamos ideas peligrosas o sentimientos obsesivos. Y tardamos algún tiempo en darnos cuenta que somos más que solo “un cuerpo”, “una cabeza”, etc. Nos toma algo de trabajo aceptarnos como algo más que la suma de nuestras partes.
En el ínter, algo sucede durante nuestro día a día a la hora de comunicarnos (con nosotros mismos y con los demás), que está directamente relacionado con el hecho de vivirnos “partidos”: mi comunicación es deficiente, se queda corta en la forma y en el contenido. Además, si agregamos los naturales obstáculos que ya tiene la comunicación (el destinatario y su forma de ver, percibir y reaccionar ante la realidad; el lenguaje en sí mismo: vocabulario, adjetivos, sinónimos, etc.; los ruidos externos e internos), no extraña en absoluto que fracasemos de rutina a la hora de relacionarnos con nosotros o con los demás, generando mucha frustración, angustia, poco sentido de pertenencia y soledad, entre otros sentimientos.
Empezar a sentir y pensar lo que quiero comunicar implica, para empezar, el reconocer el enorme poder que yace en mi a pesar de mis suposiciones: poseemos ideas originales, sentimientos poderosos, capacidad de expresión a través de las herramientas comunes ya disponibles: habladas, escritas, artísticas, etc. El trabajo de comunicarme con eficiencia incluye el reconocer los propios límites, para exigir de nuestra comunicación lo coherente, lo necesario para cada momento y persona. Ahora, cuando yo apoyo todo lo anterior sobre mi propio ritmo, sobre mi subjetiva forma de llevar el tiempo, seré capaz de asegurarme –en un porcentaje muy alto-, que aquello que estoy queriendo comunicar es lo más parecido a lo que pensé y sentí antes de expresarlo; porque el pensar y sentir lo que expreso, me garantiza utilizar los mejores “filtros” que la comunicación humana tiene: el racional (uso apropiado del vocabulario, sintaxis, adjetivos, etc.), y el emocional (porque las emociones y los sentimientos tienen nombre y apellido, resultando esencial conocerlos y reconocerlos para expresarlos en tiempo y forma a nuestros interlocutores).
Finalmente, la práctica continua, consciente, deliberada, nos pondrá en un aceptable nivel de comunicación, primero hacia adentro (¿Quién soy? ¿Qué quiero? ¿Cómo lo quiero? ¿Cuándo lo quiero?), y después con los demás, para darme la oportunidad de conocer a profundidad a aquéllos que me rodean y permitirles a su vez que me conozcan un poco mejor.
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